Cuando sus labios se recuperaron del suplicio y pudo volver a pronunciar palabras, que se le escapaban de la desdentada boca, confesó a Adrián de Blanchefort, capellán del coro de la Catedral de Notre Dame, quien consiguió vencer la resistencia del carcelero y visitar al prisionero para proporcionarle cristiano consuelo.
―Me han torturado durante tantos años, en tal proporción y de tal forma, que si me hubiesen exigido decir que yo era el asesino de Nuestro Señor Jesucristo, lo hubiera confesado sin dilación con tal de acabar cuanto antes con esta insufrible y dolorosa pasión…
Poco sabía el prisionero que volvería a ser colgado, sujetado por las muñecas y con grandes pesos atados a los pies. Que una vez más, le alzarían hasta el tope que permitía la garrucha y que le dejarían caer de golpe. Su cuerpo recordaría el terrible dolor que volvería a dislocarle las articulaciones de brazos y piernas, que le dislocarían los músculos que le quedasen sanos, si alguno lo estaba, pero tan horrendo era el castigo, que no rompía ni huesos ni carne, sólo el inhumano dolor que recorría todo el cuerpo. Y que los verdugos repetirían una y otra vez hasta que declarase lo que deseaban que confesase. No les importaba lo que dijese, mientras no fuese lo que el Inquisidor quería oír.
Solo le quedaba una esperanza al amasijo de carne y huesos que era en la actualidad el Gran Maestre, y esa esperanza se llamaba Francisco de Beaujeu, sobrino de Guillermo de Beaujeu, quien fue el vigésimo primer Gran Maestre.
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