Ayer me sentí muy solo. Pido perdón por escribir lo que escribo, pero si no lo hago reviento. Cuando mi madre se marchó, a las 21,45 horas, me senté en la mesa de la cocina y bebí. Y volví a beber. Y bebí. Quise acompañar la bebida con un poco de jamón, que estaba a mi izquierda y me miraba con ojos deprimidos, como si quisiera hablarme. Y me levanté, posiblemente ya no estaba muy equilibrado, pero tampoco había perdido la noción. Cogí del último cajón el cuchillo carnicero, con su enorme hoja que siempre me ha fascinado, siempre he sabido que una cuchillada de esa «espada» es mortal.
Corté el jamón y se me resbaló, golpeando en la mesa y arrancando una astilla. No debía estar muy bebido, pues recuerdo esa potencia al golpear la mesa, esa capacidad de matar, que me apoyé la punta en el estómago y miré al jamón. ¡Qué fácil hubiese sido acabar con todo! ¡A tomar porculo! Ahora sí que podía escribir esos versos con sangre.
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