martes, 29 de junio de 2021

Escena de Versos envenenados, 57

 


Guardó silencio.

Te ruego que comamos ahora, que me dejes buscar las palabras que deseo decirte y que, al menos, las escuches.

—Si sirve para que te tranquilices, de acuerdo, pareces un flan. Estás temblando, y no es de frío.

            Sí, se movía inquieto sobre la silla, aunque no se percataba de ello, pero sí la mujer que tenía enfrente. Guardaron silencio, que no fue incómodo en ningún momento, hasta que él, que había estado rumiando en su cabeza las palabras que había leído en La reina de la costa negra, de Robert E. Howard, que le parecía la declaración de amor más absoluta que jamás había leído. Y, fueron esas, pero en sus propias palabras, las que manifestó en todos sus extremos a una mujer que, prácticamente, no conocía.

            Creo en una vida más allá de la muerte; tan firme tengo ese credo que puedo decirte que yo lo sé, y también sé esto, Carmen: sé que mi amor es más tenaz que la muerte. Como si me hubieses estrechado entre tus brazos y tú entre los míos, como si me hubieses besado con tus labios rojos, mi alma ha sido atraída hacia ti, no me preguntes cómo. ¡Mi corazón está soldado al tuyo y mi alma ya no tendrá descanso hasta que no sea tu alma! Mi trabajo es arriesgado, Carmen, pero a ti me he prometido. Tanto es así, que sé que si yo muero y tú tuvieras que luchar por tu vida, yo volvería del Orco para ayudarte; sí, juro que, como Belit prometió a Conan, volvería de los tenebrosos cimientos de Barad-dûr tanto si mi espíritu volase por los jardines de Eterna Eternidad, como si sufriese los terrores del Orco a manos del propio Inférnos y de su abominable Gorgerigona. No sé cómo ha sucedido, pero ha sucedido, soy tuyo y ni la vida ni la muerte, podrán romper esto. Por toda la eternidad, estaré ligado a ti.

            El rostro femenino no podía demostrar más sorpresa, y su reacción fue sonreír y bajar los ojos.

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