El sonido del teléfono
la sobresaltó. Se llevó las manos a la altura de la boca para impedirse gritar.
Dudó. Pero finalmente descolgó el teléfono.
—¿Sí?
—¿Carmen? ―en un principio no supo
asociar la voz a una persona.
—Dime...
—Soy Isco ―al hombre le costaba
modular las palabras―. ¿Estás sola? ―fueron unos minutos interminables. Al otro
lado de la línea el hombre pensaría que la comunicación se había cortado.
― Estoy
sola. ¿Qué quieres?
—¿Te encuentras bien?
—Sí, gracias.
—Quiero verte... Mañana, pasado,
cuando tú decidas, pero necesito verte y hablar contigo.
—Yo...
—Te repito que cuando tú lo
consideres. Pero, por favor, que no transcurra mucho tiempo.
—¿Mañana al salir del trabajo?
—¿Podemos vernos en el restaurante El Churra y comemos o tapeamos? No está
lejos de tu oficina...
—Sé dónde está ese lugar. A las tres y
media estaré allí ―y colgó, y nunca supo por qué aceptó aquella invitación.
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