Y efectivamente, viajamos a Madrid, pero cuarenta y ocho
horas después. Ni una palabra en todo el trayecto. ¡Qué horas más
interminables! Pero aquello no fue todo. A las quince horas entré en un
despacho. A las quince treinta horas yo no existía. Y no podía decirle a nadie
dónde estaba. La condición era esa: si aceptaba, desaparecería sin que nadie
supiese qué había ocurrido conmigo, sin que nadie supiese qué ocurría conmigo
en los siguientes cuatro años.
Y desconozco el motivo, pero acepté.
No hay comentarios:
Publicar un comentario