Cuando salió del local se sentía contento, miró al cielo,
que estaba azul, ese azul especial de Murcia, que no tienen otros cielos.
Caminó sin prisas desde la calle de la Merced hacia la de Trapería, atravesando
la plaza de Santo Domingo, donde se entretuvo en contemplar el gigantesco ficus
que tanto le agradaba y le parecía un auténtico misterio que siguiese vivo, que
su propio peso no le precipitase al suelo. Volvió a sorprenderse por sus raíces
al aire, por el poder que representaba aquel enorme árbol, por los años que
había vivido en Murcia.
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