lunes, 24 de agosto de 2009

Prólogo a Sombras de una Vieja Raza, de Alejandro Guardiola


Lamia fue una doncella, hija de Libia y Belo, que se unió a Zeus, motivo por el cual fue castigada por Hera, que hizo perecer a su hijo. Ella, presa de la desesperación, se ocultó en una cueva, donde se convirtió en un monstruo, envidiosa de los niños de las demás mujeres, a los que espiaba para atacarlos y chuparles la sangre.

Para Robert Graves, Lamia era la libia Neith, la diosa del amor y de la batalla, cuyo culto suprimieron los aqueos; como Alfito de Arcadia, terminó siendo un coco para los niños. Pero añade algo más para entender el mito: Lamia parece ser análogo a lamyros (glotón) y a laimos (gaznate), dos importantes características del mito del vampiro.

Un mito que, como vemos, no surge en 1.897 con Drácula, sino que ya aparece en la obra de Lucio Apuleyo, escritor y filósofo romano, que vivió entre los años 125 y 180 de nuestra era, más concretamente en su novela De Asino aureo, donde narra que las hermanas Meroe y Panthia, saciaron su sed de sangre en un tal Sócrates, dejándole una única gota de vida. Las hermanas cerraron la herida con una especie de esponjilla para que la víctima no se percatase de lo ocurrido y, por ese motivo, a la mañana siguiente, cuando se inclinó para beber agua, se le cayó la esponjilla y con ella, la última gota de vida.

Incluso antes que él, encontraremos leyendas en todas las civilizaciones de la antigüedad. En Egipto, a los Srum, deidades con aspecto de lobo y largos colmillos; en Mesopotamia se les llamaba Utuhu y Maskin, culpables de las enfermedades y las pestes; en La India, la sanguinaria y feroz diosa Kali Ma, de cuatro brazos y larga cabellera; en la milenaria China se creía que se convertían en vampiros quienes habían cometido crímenes en vida. Incluso en América, el pueblo Mapuche temía a Pihuychen, a quien le gustaba la sangre tanto de animales como de humanos.

En Europa era un mito muy extendido por Austria, Hungría, Polonia, Serbia, Moravia, Silesia y Prusia, y así fue recogido por el sacerdote benedictino Calmet en el siglo XVIII. No me olvido de España, donde las leyendas de vampiros también han estado presentes en la cultura popular: guaxas en Asturias, guajonas en Cantabria y meigas chuchonas en Galicia, todas ellas con un único colmillo para succionar la sangre de sus víctimas, en su mayoría niños.

En la actualidad, el mito del vampiro se ha extendido, supongo que a costa de chuparnos la sangre a los humanos, sobre todo gracias al cine y se puede afirmar que todos los años se estrena una película que tiene como protagonista a uno de esta vieja raza. Desde la primera, Nosferatu (1922) hasta la segunda, Drácula (1958), transcurrieron treinta y seis años. Ahora podemos contarlas por años: Drácula 2000, La sombra del vampiro, La reina de los condenados, Inframundo, Van Helsing, Blade, Inframundo: evolución, 30 días de oscuridad, Crepúsculo; seguro que se me olvidan algunas, pero es sólo una muestra. Y con ésta profusión de vampiros, con naves industriales de fabricación de sangre, han ido cambiando las características iniciales del mito que, como el lenguaje, es propiedad de quien lo usa.

Es aquí, cuando la raza se ha extendido por toda la Tierra, un planeta herido gravemente y amenazado de muerte por el cambio climático, cuando Alejandro Guardiola nos presenta “Sombras de una vieja raza”, donde conoceremos a Meliot, un vampiro convencido de que el hábito de consumir sangre puede ir disminuyendo, pasando desde la más absoluta dependencia psicológica y física hasta una eterna ayuna; un habitante del siglo XXI, en efecto, conocedor de los adelantos científicos, capaces de encontrar una solución para esa abominable dependencia de los miembros de su raza. Ello le llevará a una lucha con quienes opinan que los humanos somos únicamente vacas a las que hay que exprimir.

Conocí a Alejandro Guardiola en la localidad sevillana de Dos Hermanas, en noviembre de 2006 y, desde entonces, hemos mantenido una constante relación epistolar a través del correo electrónico― ¡cuánto hubiese disfrutado de estos adelantos H.P. Lovecraft, tan amante de las cartas!― y en ellas nos hemos ido contando las novedades de cuanto acontecía a nuestra mutua actividad creativa, unas veces noticias gratas, otras no tanto, pero siempre adelante, como esa voluntad que guía a Meliot, su personaje, de encontrar un lugar para su raza junto a los humanos.

Esa voluntad de seguir adelante, de abrirse camino, creo que define muy bien a este joven barcelonés, nacido en 1978. Y su amistad con David Prieto, una persona que ha influido en él y que le ha servido de estímulo para continuar. Por su consejo se fijó terminar la novela, que estás a punto de leer, en noviembre de 2005, para presentarla al Premio Minotauro. Y lo hizo. ¡Su opus primum fue finalista del certamen más prestigioso de narrativa fantástica!

Otra muestra de esa voluntad férrea. Su trabajo. En 2006 se traslada a Salamanca para emplearse en una academia. Nuevamente David Prieto aparece, acogiéndole en su casa. Las circunstancias cambian en un par de años, éste se traslada a Palencia, y él debe hacerse cargo de la academia, pasando de empleado a codirector.

No es lo normal. Cuando la gran mayoría de los padres están deseando ver a sus hijos emanciparse, incluso cuando el Gobierno se ve obligado a sacar una ley de ayuda a la emancipación, Alejandro Guardiola se ha abierto camino profesionalmente y, con esta novela, lo hará en el mundo de la literatura.

Estoy convencido.



Francisco Javier Illán Vivas
Molina de Segura, 23 de abril de 2008

3 comentarios:

Susana Torres dijo...

Un estupendo repaso al mito del vampiro. Me ha encantado el prólogo, Paco.
Enhorabuena.

Alex dijo...

Y lo bien escrito que está.

Gracias mil, Paco.

François de Fronsac dijo...

Gracias, Susana.

La novela requería de mis mejores habilidades literarias.

Saludos.