viernes, 19 de diciembre de 2008

Hablando de libros con Guillermo Carnero

Una entrevista de Fulgencio Martínez para Ágora, papeles de arte gramático.


P. Me gustaría empezar preguntándote por la presencia de la alegoría en tu obra, tanto en Dibujo de la Muerte, como en Fuente de Médicis, y si la presencia de esa figura responde a una visión personal de la poesía, y en qué medida ves un cambio de tratamiento o continuidad en ambos libros respecto a su discurso alegórico.
Tendría que empezar diciendo, como si estuviéramos en una disputa medieval, que niego la premisa mayor, es decir, el empleo de alegorías. La alegoría es una metáfora continuada y sistemática, de antemano conocida por autor y receptor, de acuerdo con una tradición que asegura la inteligibilidad del discurso y la transmisión inequívoca de su significado. Por ejemplo, las figuras que representan a los grandes ríos (las partes del mundo) en la Piazza Navona en Roma, y que son por eso una alegoría de supuesta supremacía universal del Cristianismo. O las estatuas que suele haber en los monumentos funerarios de los hombres de Estado, representando a las artes, las ciencias y el comercio, es decir, diciéndonos alegóricamente que el difunto los fomentó y protegió. La alegoría es un lenguaje de decodificación asegurada, voluntad de difusión y alcance mayoritarios, y por eso intención generalmente propagandística, mesiánica o panegírica. La alegoría es un mecanismo productor de significado que, desde el creciente auge del irracionalismo desde mediados del siglo XIX, hay que considerar obsoleto, antipoético y, de hecho, salvo en obras de circunstancias, desaparecido.

Ahora bien, si cuando dices "alegoría" quieres decir "símbolo", entonces empezamos a estar de acuerdo. El símbolo tiene una parte de significado culturalmente compartido, pero está siempre abierto a insospechables significados emocionales. Siempre he dicho que la corriente de fines del XIX llamada Simbolismo ha sido para mí la mejor escuela de irracionalismo, y que la considero en eso superior al Superrealismo, demasiado extremo hasta llegar al autismo insignificante por trabajar frecuentemente con símbolos de alcance meramente individual y por lo tanto secreto, mientras que el Simbolismo manejaba y maneja símbolos de alcance colectivo, es decir, capaces de ser territorio de comunicación.

Puestas así las cosas, creo que siempre he escrito poesía simbólica; de hecho, "poesía" simbólica es, en el siglo XX, una redundancia.

P. Al hilo de ese "territorio" compartido con el lector. Mi siguiente pregunta apela a una reflexión tuya sobre la importancia que otorgas a la "función comunicativa" de tus textos.
Yo no creo en la poesía como escuela de dificultad, como ejercicio de ingenio o cosa semejante, ni tampoco como catequesis o pasodoble taurino sin sorpresa. Me parece tan errado (de yerro o error) el propósito de escribir oscuro, con el que se definía ―"trobar clus"― una corriente de la poesía trovadoresca, como herrado (de herradura) el de convertir la simpleza y la falta de profundidad en rasgo primordial buscando mayor audiencia. Creo que un poeta escribe para autonocerse y solucionar sus conflictos intelectuales, emocionales y de personalidad, y también que esa eventual solución es comunicable y compartible, porque todos estamos hechos de la misma pasta y la misma angustia. Nunca he añadido máscara ninguna a un pensamiento o emoción antes de escribirlos, pero no los he rechazado tampoco si venían desde la cuna con ella.

P. Una de tus preocupaciones estéticas, y también un gran tema de tu obra, es el propio lenguaje, la metapoesía, como se calificó a algunos de tus libros. Hoy (y vuelvo al tema de la comunicación) en que se vuelven a nivelar los lenguajes, el humano, el animal o el artificial se comparan bajo el rasero de sistemas de signos cuya función es la comunicación; y en que los jóvenes han aprendido muy bien y repiten acríticamente, que el mono también tiene lenguaje (claro: si entendemos que la única razón del lenguaje es comunicarse), como también lo tiene una máquina, y en fin en que sesudos lingüísticas analizan el lenguaje juvenil de los sms, sopesando sus virtudes aunque criticando, sin ironía, su distanciamiento de la complejidad sintáctica de un párrafo de Cervantes... ¿qué queda de ese debate sobre la metapoesía?, o si prefieres, formulo la pregunta de otro modo: ¿sobre la inteligencia como vía de expresión de la belleza?
Creo percibir dos cosas revueltas. La inteligencia se manifiesta en todos los actos de la vida y todas las formas de visión del mundo y de escritura, y no sólo en la producción de metalenguajes. Yo prefiero hablar de pensamiento, y de pensamiento emocional, es decir, aquel que, partiendo ineludiblemente de la emoción personalmente interrogativa y por eso significativa, desarrolla un discurso que tiene una lógica que no es la de la razón. En cuanto a la poesía que habla de sí misma, si escribirla es un problema personal, emocional, de autoconocimiento y autojustificación, de terapia y remedio, entonces es un asunto tan poético como cualquier otro. Nadie negaría que el amor es un asunto poético, y en un poeta el lenguaje es objeto de amor y de odio, puesto que necesitamos su colaboración para ser.

P. Escribes en Fuente de Médicis estos versos:


Oír en lejanía no me trae
más que la vastedad de la conciencia
que al ascender descubre su desierto.
Renuncio a su oquedad y a su distancia.

En el libro hay una renuncia a los sentidos. El diálogo en la soledad del corazón es sólo un eco que lacera, al invocar, por contraste la inmediatez del mundo otrora significativo.
Tu libro me hace pensar en The waste land, de T.S. Elliot. Tanto por su estructura dialógica, su desolada belleza, su búsqueda del significado perdido.
Si es así, si estás de acuerdo, podría preguntarte si admites también para Fuente de Médicis una interpretación antropológica, incluso sociocultural, más allá del "culturalismo" mal entendido y peor aplicado por otros poetas. En fin, tu libro nos hablaría sobre la situación espiritual del hombre en los albores del siglo XXI...
Fuente de Médicis es un ajuste de cuentas aconmigo mismo, una confesión general, un epitafio. La renuncia a los sentidos con la que termina es una forma de invocar a la muerte, como una apertura al revés, es decir una clausura, de los sentidos, parodiando el bautismo, por quien no cree en la vida que ha vivido ni espera ninguna otra. Yo creo que todos somos testimonio de nuestra época, lo queramos o no, y lo somos tanto más cuanto menos nos lo proponemos. Algunas personas tienen el destino de ser testigos de cargo o chivos expiatorios de su época; sólo el paso de mucho tiempo puede distinguirlos como tales. Eso es algo a lo que no puede renunciarse y que es inútil proponerse. Es probable que el libro tenga ese alcance supraindividual, o de testimonio de una época, como tantos otros lo han tenido. Pero no era esa mi intención ni podía serlo, porque jamás podré componer una alegoría.


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Hablando de libros se marcha de vacaciones hasta después de las fiestas navideñas.

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