lunes, 24 de marzo de 2008

La Maldición en Arthistoria

Arthistoria, la revista digital de Arte e Historia tiene, en este su número 19, correspondiente a Primavera, una extensa reseña de La Maldición, primera entrega de La cólera de Nébulos, en el apartado de Mitología y Arte, firmado por la escritora Rosa Cáceres.
Esto es un fragmento del comentario:
La cólera de Nébulos” es una novela compleja, realmente poliédrica, con trazos logrados de guión cinematográfico. Este rasgo facilita no poco la inmersión del lector en un mundo legendario en que habitan, en mezcolanza intrincada, seres celestiales y humanos, monstruos terroríficos, magos, seres satánicos, engendros indescriptibles y hasta especies vegetales inteligentes.

La obra está trabajada en varias facetas, al modo de una piedra preciosa en manos de un magnífico tallista, conocedor de su oficio, concienzudo y entregado a su tarea. Pero lo que aquí se maneja es ni más ni menos que la materia de la erudición a la que se da forma con los instrumentos de la aventura sabiamente dosificada a su debido ritmo y también de la literatura concebida por el autor como una pasión innegable.

Si pretendemos analizar las 287 páginas que conforman el volumen, habremos de acometer el propósito desde muy diversos ángulos, y a poco que nos descuidemos, dejaremos muchos de ellos olvidados. Un análisis exhaustivo ocuparía un espacio ciertamente dilatado, ya hemos avanzado que no es obra de estructura sencilla, por lo tanto, no cabe un acercamiento simplemente superficial. Precisamente por eso, incluso una somera y mirada a esta novela de Illán Vivas exige un enfoque caleidoscópico, múltiple y atento.

Estructurada en 16 capítulos con títulos sugerentes, la obra puede descomponerse en múltiples planos de los que nos permitimos seleccionar tan sólo algunos, a modo de botón de muestra.

Quisiéramos destacar en primer lugar el altísimo nivel léxico que maneja el autor con una naturalidad lejana a cualquier artificio que hiciera parecer forzado el empleo de los términos, aparejado a igual dominio de la construcción sintáctica y de los recursos poéticos, porque hay más, y es que en el aliento épico de esta novela sobrenada el espíritu de la poesía. Citaremos a modo de demostración de lo dicho el párrafo en que se describen los jardines de Edén, señor de la Flora, “donde florecían especies vegetales que ningún Humano podría ver jamás y cuya visión hubiera arraigado en ellos la felicidad eterna”¿Cabe elección más acertada de un verbo que la del verbo “arraigar” para aludir a la felicidad que nos puede venir de la contemplación del mundo vegetal? Es una novela de aventuras heroicas, una epopeya escrita por un poeta, conectado con el Homero, cuya creación demuestra conocer sobradamente y con quien mantiene concomitancias admirables.

Para quienes somos devotos de “La Illiada” y “La Odisea” es un placer recrearnos en los antropónimos ideados por Illán (hasta su apellido comienza por las letras de Illiada) que, por si fuera poco, también demuestra igual conocimiento de la Biblia (por ejemplo, hay reminiscencias del arca de Noé en la pág. 148 y del diluvio universal (“Durante cuarenta interminables días Occidenter soportó una lluvia torrencial”) el antropónimo Barbarrabás, pág. 208, el de Eleazar, Zebedeo el Rael (apellido murciano, por cierto), la denominación de los Mesías para referirse a los celestiales en la pág. 144) y hasta de las Sagas nórdicas (Odines, Thordwaldsen).
Podéis leer el resto en la revista Arthistoria.
Edito esta entrada para colocar la totalidad del artículo de Rosa Cáceres, ya que bastantes foreros me lo habéis solicitado y, en previsión, de ue en Arthistoria puedan quitarlo con el próximo número:

“La cólera de Nébulos” es una novela compleja, realmente poliédrica, con trazos logrados de guión cinematográfico. Este rasgo facilita no poco la inmersión del lector en un mundo legendario en que habitan, en mezcolanza intrincada, seres celestiales y humanos, monstruos terroríficos, magos, seres satánicos, engendros indescriptibles y hasta especies vegetales inteligentes.
La obra está trabajada en varias facetas, al modo de una piedra preciosa en manos de un magnífico tallista, conocedor de su oficio, concienzudo y entregado a su tarea. Pero lo que aquí se maneja es ni más ni menos que la materia de la erudición a la que se da forma con los instrumentos de la aventura sabiamente dosificada a su debido ritmo y también de la literatura concebida por el autor como una pasión innegable.
Si pretendemos analizar las 287 páginas que conforman el volumen, habremos de acometer el propósito desde muy diversos ángulos, y a poco que nos descuidemos, dejaremos muchos de ellos olvidados. Un análisis exhaustivo ocuparía un espacio ciertamente dilatado, ya hemos avanzado que no es obra de estructura sencilla, por lo tanto, no cabe un acercamiento simplemente superficial. Precisamente por eso, incluso una somera y mirada a esta novela de Illán Vivas exige un enfoque caleidoscópico, múltiple y atento.
Estructurada en 16 capítulos con títulos sugerentes, la obra puede descomponerse en múltiples planos de los que nos permitimos seleccionar tan sólo algunos, a modo de botón de muestra.
Quisiéramos destacar en primer lugar el altísimo nivel léxico que maneja el autor con una naturalidad lejana a cualquier artificio que hiciera parecer forzado el empleo de los términos, aparejado a igual dominio de la construcción sintáctica y de los recursos poéticos, porque hay más, y es que en el aliento épico de esta novela sobrenada el espíritu de la poesía. Citaremos a modo de demostración de lo dicho el párrafo en que se describen los jardines de Edén, señor de la Flora, “donde florecían especies vegetales que ningún Humano podría ver jamás y cuya visión hubiera arraigado en ellos la felicidad eterna”¿Cabe elección más acertada de un verbo que la del verbo “arraigar” para aludir a la felicidad que nos puede venir de la contemplación del mundo vegetal? Es una novela de aventuras heroicas, una epopeya escrita por un poeta, conectado con el Homero, cuya creación demuestra conocer sobradamente y con quien mantiene concomitancias admirables.
Para quienes somos devotos de “La Illiada” y “La Odisea” es un placer recrearnos en los antropónimos ideados por Illán (hasta su apellido comienza por las letras de Illiada) que, por si fuera poco, también demuestra igual conocimiento de la Biblia (por ejemplo, hay reminiscencias del arca de Noé en la pág. 148 y del diluvio universal (“Durante cuarenta interminables días Occidenter soportó una lluvia torrencial”) el antropónimo Barbarrabás, pág. 208, el de Eleazar, Zebedeo el Rael (apellido murciano, por cierto), la denominación de los Mesías para referirse a los celestiales en la pág. 144) y hasta de las Sagas nórdicas (Odines, Thordwaldsen).

La nómina de personajes de la obra es extensa y está dividida en categorías de Eternos y Humanos, y por lo tanto, mortales.
Entre los Eternos que están del lado del bien, Nébulos universida, hijo de Universos, señor de Celestos. Eleazar nebulida, su hijo, y su fiel amigo Eostes, hijo de Odenhas absalónida . Eden, señor de Flora y Shelomó, por citar algunos.
Entre los hijos del Mal, Satánicus el Maldito, Augustos, terrible vampiro, los Jinetes del Averno…
Los mitos griegos están eficazmente traídos a colación para asombro de los que no los conocían y disfrute de los que los reencuentran en la raíz de esta obra. Las aventuras de Eleazar y Eostes, vigiladas por Nébulos a través del Ojo del Tiempo, son totalmente originales, se deben por completo a la inspiración desbordada de Illán Vivas, sin embargo, son de estirpe homérica, lo cual, lejos de constituir un demérito, es un encomiable modo de reavivar la cultura clásica griega, fuente de toda la cultura europea y occidental en suma.
Tampoco faltan en “La Maldición” (puesto que estamos ante la primera de las novelas que se agrupan bajo la denominación común de “La cólera de Nébulos”) los mitos guerreros nórdicos, con Odín y sus aventuras entre impenetrables brumas.
Los legendarios combates entre el Bien y el Mal supremo revisten de contenido cada uno de los capítulos y el Mal, como una hidra que se regenera inagotablemente, parece resurgir contumaz, encarnándose en diversas formas más sorprendentes a cada paso, para salir al encuentro de los hijos de Celestos, los Eternos, igualmente decididos a no claudicar en su misión de acabar con la Maldición infernal.
Muy significativo, en otro orden de cosas, es el tratamiento que el autor da a las féminas que aparecen en la obra, porque es significativamente diferente según pinten los caracteres de las Eternas o de las Humanas, mortales. Así, las Eternas (Carmesí, Annae) son tratadas con exquisito respeto, rayano en la veneración, lo cual, a mi modo de ver, revela el cariño del autor a las figuras reales que le han servido de inspiración. De hecho, él mismo nos da la clave en la dedicatoria de su novela, que va dirigida a Toñy, que le sirvió para trazar el personaje de Carmesí, la que con su sola presencia inundaba de gozo los corazones. Sin duda, ese cariño que el autor vierte sobre el personaje de Carmesí es lo que hace que ella consiga conquistarnos a todos con su majestuosa dignidad y su amoroso cuidado de su hijo Eleazar y hasta de la Eterna que lo ama, Annae, en quien ve reflejado su juvenil pasado amoroso con Nébulos. Annae, por su parte, es figura de Palas Atenea, con la que comparte la simbólica lechuza y la forma de ataviarse, propia de una guerrera, con su casco, su cota de mallas resplandeciente y su espada, Nube Blanca.
Las Humanas en contraste, ya se les de nombre o no, son retratadas como criaturas sensuales, provocativas y hasta lascivas, capaces de protagonizar escenas de fuerte erotismo. Nada tienen de parecido en este extremo con las Eternas, pero sí comparten con ellas (como ocurre en la mitología grecorromana) el amor de los dioses, sensibles a sus encantos. Celestiales y Humanas (y ninguna como zaida para representarlas) son dos tipos femeninos diferentes pero igualmente seductores y capaces de atraer el deseo de hombres (guerreros olímpicos, Clearco) y celestiales (Eostes).

Atención especial merecen los seres monstruosos, dignos de poblar las más terroríficas pesadillas. La plasticidad con que están representados, dibujados y diríamos que casi filmados, los hace tan temibles como creíbles. La gigantesca babosa de babas corrosivas, confinada en una torre, los Trolls que se alimentan de sangre de toro salvaje, los Homoserpientes, las harpías (con hache, en recuerdo del espíritu áspero de la lengua griega clásica) y Cervero, el can de tres cabezas. Además, los Centauros y los Cíclopes.
Muchos son los aspectos que podrían destacarse aquí. Baste con una mención a la Naturaleza mágica (bosques de plantas carnívoras, árboles inteligentes que poseen el don de hablar) y, sobre todo, los magos (Magios, Safardeus el Alquimista, Testimodeos) que tienen un papel primordial en los acontecimientos narrados.
Las batallas que se desarrollan en varios de los capítulos abordan las estrategias militares de ataque, defensa y asedio, sin dejar de prestar atención a las tácticas de la infantería y la caballería, con una curiosa y perfecta recreación de lo que fue la Testudo o tortuga en el ejército romano, sin olvidar las escenas, pintadas con una plasticidad insuperable, de derribo de puertas con ariete, incendio y matanzas de invasión subsiguientes.
El autor concede gran importancia a la descripción de ambientes degradados y sucios, en los que las sensaciones olfativas son tan desagradables y pestilentes que caracterizan por sí mismas el fétido aire de la maldad. Casi podemos sentir idéntica repugnancia y nausea que los protagonistas, casi podemos participar del insufrible hedor que señala el nido de degradación moral en que moran los engendros del Mal y los desgraciados humanos que han de soportarlos.

Los objetos mágicos son otro extremo que merece consideración especial: Dragonia, la espada, Halcona, el hacha voladora que siempre retorna a la mano que la ha lanzado, Ejoyo, el infalible arco de flechas justicieras, Nube Blanca, la espada de Annae, son ejemplos destacables.
Todas las miserias de la condición humana se observan en unos u otros personajes que pululan por la historia narrada, aderezándola con la casuística que representan. Con excepción, claro está, de los que pertenecen a la casta de los Eternos, que no adolecen de tales lacras, los hombres blancos (asgardianos, iskardianos…) y negros (afros) participan de la ambición desmedida, las intrigas políticas y militares, la traición, la crueldad (torturas, canibalismo), la lujuria que no se detiene ante la violación, la venganza, las guerras de usurpación, hasta la destrucción de la Naturaleza. En efecto, hay un alegato pacifista y ecologista implícito en muchas secuencias en que se truena (valga el verbo tronar en atención a que estamos ante un dios encolerizado, Nébulos) contra la guerra y contra construcción desatada que llena de bloques de piedra y desprecia el ámbito que a todos pertenece (“El mundo actual está poblado de peligros (…) Pero estos no nacen ya de las acciones de los magos (…) No. ahora, no. Son los propios hombres quienes destruyen la faz de la tierra con sus luchas, esquilman la naturaleza construyendo en su lugar gigantescas moles de piedra” págs.145 y 146).

Mucho más espacio de comentario pide esta obra, riquísima en matices, pero aunque no acometamos de inmediato la tarea, no quisiéramos pasar por alto la cuestión de los topónimos que el autor maneja. La mayoría de ellos, son extraños, originales y casi impronunciable, como lugares de leyenda épica que son, otras, tienen un regusto clásico, pero hay ocasiones en que creemos percibir, adivinar más bien, un rastro de murcianía que a los lectores foráneos seguramente les pasará desapercibido. Pero por aquello de haber nacido en Murcia, como el autor, nos resulta entrañable ese “Vivas de Roldán”, ese “Colina” (¿Molina?) ese Bosque de los Cornejos (¿Los Conejos, de Molina de Segura?) y, por último, ese comerciante de Zenia (¿La Zenia, playa de la vecina Orihuela?), con lo que la obra nos parece doblemente atrayente.

No quisiera terminar este artículo sobre la enjundiosa novela de Illán Vivas sin destacar alguno de los rasgos de profunda filosofía que están sembrados en sus páginas. El autor repite en varios pasajes que “Conocer el futuro es el mayor castigo que puede sufrir un ser vivo”. Es cierto. Podemos nosotros concluir afirmando que el mayor castigo de un lector es que el comentarista le desvele toda la trama de la obra que va a leer seguidamente. El lector ha de caminar en solitarios por las encrucijadas narrativas que el autor le propone. Así pues, terminamos. Que Celestos nos libre de cometer el pecado de la caminar por delante del lector, pero que nos permita ser augures: la novela les cautivará.

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