lunes, 31 de agosto de 2009

Prólogo a El ocaso de las siete colinas, de Patrick Ericson


Leí que desde el principio del mundo, el hombre ha sentido la necesidad de evadirse de la realidad a su alrededor y dejar volar la imaginación, visitando parajes que, o bien sólo existían en su mente, o bien le eran tan lejanos que sólo así podía visitarlos. Desde los tiempos primigenios, hasta el mundo actual, con sus revolucionarias tecnologías y formas de comunicación, esa inquietud, esa necesidad de evadirse, ha ido desarrollando muchas formas creativas, pero la escritura es el mejor cultivo donde crecer.

Como Borges, siempre he identificado literatura con literatura fantástica, sin imaginación no existiría escritura literaria. En efecto, tan fantásticos son Don Quijote o Robert Langdon; Nébulos o Gandalf, como Reverendo, personaje de esta novela.

Y si hace unos años, brevísimos en la historia de la escritura literaria, nadie se hubiese atrevido, ahora escribir sobre la religión, y mucho más sobre la cristiana, ha creado casi un género donde Brown es el máximo exponente. Claro que no sólo los escritores tienen la culpa, pues vivimos en un tiempo donde la pérdida de valores es lo que caracteriza a nuestra sociedad globalizada occidental, y, en España, en particular, donde marchamos en una carrera hacia lo absurdo: descristianizar, como lo adjetivaba Ansón en una de sus canelas finas; o, lo que es lo mismo, romper con nuestra tradición, con nuestra cultura.

Pero, ¿podemos olvidar de dónde procedemos? ¿Podemos olvidarnos de la importancia de la tradición judeo-cristiana en nuestra sociedad? ¿Podemos romper con nuestra cultura greco-romana? Cuando escribo esto, en el canal de pago están proyectando 300, la película basada en el comic de Frank Miller, que recrea la batalla que enfrentó a un exiguo ejército contra las hordas invencibles del emperador persa Jerjes, y que permitió a Europa conocer la democracia, y con ella, incluso con lo que representaba la reina Gorgo (¡qué importantes sus palabras al embajador persa!), todo cuanto vino después.

Con lo anterior, os he citado las características de la novela que os disponéis a leer: literatura de evasión, un mundo global, nuevas y aterradoras tecnologías y una víctima propiciadora: la religión cristiana. Campos todos ellos en los que Patrick Ericson se nos muestra como un consumado jugador, porque de juego también se trata: un apocalíptico juego de rol.

Patrick escribe de tal forma que el lector se siente involucrado, llegando a creer que él mismo está viviendo las aventuras de Sirius Dyer en su búsqueda de qué se esconde tras el número de la Bestia. Siempre he dicho que ese es el principal objetivo de la literatura, para escapar de la crisis que nos azota este principio del siglo XXI, de las mentiras que nos adocenan, vestidas de verdades, meternos de cabeza en la lectura de evasión, sin más, por puro placer, que ya regresaremos a esas falsedades que, sin duda, volverán a traernos el lado gris de nuestra existencia y los vaticinios de la ruina que se nos avecina por la adicción humana al CO2.

He tenido el placer de leer todo lo publicado por Patrick, que se maneja como un experto conocedor de la teoría del iceberg en la escritura: se debe decir cuatro veces menos de lo que se sabe para lograr una atmósfera que atrape la atención del lector. Y así ha ido agarrándonos con cada nuevo título y, el último de ellos, Génesis, el ritual Rosacruz, es una muy recomendable novela que se desarrolla en París en 1780, y donde el autor ya se nos muestra como un curtido paladín de las letras. En la novela que tienes en las manos ha profundizado más y nos sorprenderá con su conocimiento de armas sobre las que el resto de la humanidad estamos en la ignorancia, las armas electromagnéticas y el peligro que supone Internet.

Como experto conocedor del arte de saber qué se va a contar y qué no se habrá de contar, al final de la novela estaréis con que el autor no ha querido desprestigiar a la religión cristiana, muy al contrario, y espero que recordéis estas palabras: No mires nuestros pecados, sino la fe de tu Iglesia, y conforme a tu palabra llévala a su perfección por la caridad.

Por mi parte, sólo añadir que concluí este prólogo en el metro de París, no podía ser de otra forma, en dirección Concorde- Balard. Cuando llegué a la última estación, no me bajé y seguí escribiendo en mi pequeña libreta de notas, ahora con destino a Créteil, y de ahí, nuevamente hacia Balard. Mientras veía pasar estaciones (Saint-Denis, Opéra, Madeleine, Concorde, Invalides...) las palabras surgían inesperadamente, en esta ciudad tan relacionada con los misterios y el thriller gracias a las novelas de Dan Brown y de Patrick Ericson.



Francisco Javier Illán Vivas
París, 10 de diciembre de 2008

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