viernes, 21 de septiembre de 2007

Respondiendo a Mila López

Completando la conversación epistolar que he mantenido con Mila López, os reproduzco mi contestación a su amabilísimo comentario sobre La Maldición.

En cursiva el contenido de la carta de la citada Mila López.

Hola, Mila.
Tu opinión puede ser breve o larga, pero para mí no modesta, ya que te he conocido como lectora y traductora de una de las sagas más importantes de la fantasía.
Te agradezco enormemente que hayas leído la novela y la comentes.

He pasado ratos muy entretenidos leyéndola, ya que los relatos de fantasía épica tienen la cualidad de ser amenos. Además, dejas la historia en el aire con los interrogantes justos para suscitar la curiosidad del lector.

El lenguaje florido del que haces gala a lo largo de todo el relato debió de representar un gran esfuerzo para ti, pero creo que también resulta exigente para los lectores tal vez porque, como ha sido en mi caso, ha pasado mucho tiempo desde que leí los clásicos griegos y me he acostumbrado al lenguaje más coloquial de las novelas que se escriben en la actualidad.

No representó esfuerzo, y de siempre he leído, hasta verla impresa, que era el lenguaje más apropiado al tipo de novela de que se trataba, a la leyenda que contaba y al mundo y al tiempo en el que el lector debía situarse. Hoy yo también creo que no escribo así.

En contraste con lo elaborado del léxico y de las descripciones, el planteamiento es tan clásico como ese estilo que has querido plasmar en el libro: el eterno enfrentamiento entre el bien y el mal. El blanco y el negro; sin escala de grises.

Lin Carter dijo que las novelas de fantasía constituyen una lectura de evasión, sin más. No tienen ningún otro sentido oculto. No ofrecen ninguna solución práctica y prefabricada a ninguno de los numerosos problemas de la humanidad. No constituyen un “ismo” ni una “logía” vendible, ni tienen mensaje, lo que supone algo excepcional en nuestra época.
Y así lo entendí desde entonces, y así lo he puesto en práctica.

Sé que no te digo digo nada nuevo al comentar las semejanzas que he encontrado con las mitologías mediterráneas y nórdicas, por ejemplo en el propio Eleazar que, con su desobediencia y su desafío al supremo y padre, se ve abocado a realizar unos trabajos, como Hércules; y si éste lo hacía para alcanzar la inmortalidad, tu protagonista ha de realizar los suyos para recuperar la que pierde al ser expulsado de Celestos. O el mal personificado en Infernos y el reino subterráneo de Hades. Los dos amigos, Eleazar y Eostes, me han traído a la memoria otros personajes (algunos más contemporáneos, creados por alguien que también quiso crear una mitología propia) como son Frodo y Sam; es un binomio que se complementa y en el que el amigo frena un poco los arranques del protagonista al tiempo que lo proteje.

La Maldición, por lo menos en su desarrollo general, la terminé de escribir hace casi treinta años y, como me dijo Luis Alberto de Cuenca, se nota. El ritmo de la narración me recuerda una frase de Valdemar Vedel: “En todo pueblo joven y vigoroso la guerra es una necesidad vital”. Aquí se trata solamente del héroe y de su honor, de un campo de batalla, una espada desnuda y muchos cuellos que cercenar. Son unos instantes eternos, fuera de todo concepto moral, donde nos sentimos como unos príncipes, y, luego de haber despachado a todos los malvados, volvemos a nuestra realidad con una sonrisa dibujada en la cara y con el ánimo más alegre. Y todo ello sin sufrir el menor daño y sin movernos de nuestro sillón. ¿Hay quien dé más?
No puedo negar que el personaje de Hércules era mi héroe de juventud. Y el castigo, los trabajos y otras aventuras a lo largo de la saga tienen ese cariño. Después descubrí a Conan, de Robert E. Howard, y se abrieron a mis ojos otros mundos.

Hay abundancia de datos “históricos” y un derroche de vocabulario que tal vez, a veces, aparta la atención de la trama al exigir que la mente se esfuerce en seguir el hilo de las frases y del párrafo. La novela tiene tanto que contar, tantas descripciones de lugares y de sucesos protagonizados por antiguos héroes, tantas aventuras que correr, tantos malvados a los que derrotar y tantas metas que alcanzar que tal vez los personajes quedan algo desdibujados.

Sí. Estoy de acuerdo. Pero lo he descubierto ahora, cuando los lectores me lo han ido comentado en los diferentes foros. ¿Ves? Estoy respondiendo esto como si se tratase de un foro, y no estaría mal reproducirlo en alguno, si tú lo ves bien, claro. Por ejemplo en el de Espejos de la Rueda, donde hay un hilo sobre la novela.
Me recuerdo entonces con unas ganas de escribir y de contar, como un pantano al que le abren las puertas.

Como curiosidad me gustaría mencionar un par de cosas. Una de ellas es que los nombres que aparecen en tu historia no sólo me han hecho evocar personajes clásicos, sino también algunos que caminan actualmente por otros mundos de ficción, como el del consejero de Nébulos, Magios. La otra es un pequeño detalle que me hizo alzar las cejas, releer la frase en cuestión un par de veces y luego preguntarme para mis adentros: ¿acaso puede ser de otra manera? Me refiero a la descripción que haces del gran espejo sobre el que reposa una montaña de gemas, en las que incide la luz de manera que alumbra el palacio del último Homosaurio (Pág.237)”…llamada Montaña Brillante, formada por millones de piedras preciosas, y colocada sobre un enorme espejo por un lado convexo y por otro cóncavo.”

Nadie me había comentado esto que, a mi entender, debía ser sencillísimo, pues la cultura y la tecnología de los Homosaurios no podía ser muy avanzada.
Respecto a los nombres, sobre todo para que no hubiese equivocación alguna quien eran los buenos y quien los malos. Nébulos siempre nos elevará la mirada, Infernos nos la bajará. Y, si alguien es, además de otras muchas cosas, mago, pues debe llamarse Mágios.

Siento curiosidad por saber qué te indujo a bautizar a la espada de Eleazar con el nombre de “Dragonia”. Tal vez se me ha escapado algún detalle o comentario en el texto, pero no recuerdo que se hable de esos seres mitológicos, los dragones. Por cierto, esa escena en la que Eleazar recoge Dragonia de las manos del esqueleto de Shelomó también me recordó una situación parecida entre el semielfo Tanis y la espada del rey elfo Kith-Kanan.

El primer nombre que di a la Espada fue Fuerza, unas veces en castellano, otras en su traducción hebrea, pero nunca me terminó de gustar. En un determinado momento quise que tuviese propiedades de un hueso de dragón, no de los dragones escandinavos, sino de ese nombre que la cultura clásica podía dar a dragones: seres inespecíficos que podían ser cualquier cosa menos conocidos. Tifón, por ejemplo, podía ser un dragón. En él pensé, en la leyenda de quien fue el único capaz de derrotar a Zeus.
No he leído lo que me comentas de Tanis, otros lectores me han comentado que les trae recuerdos de la espada conseguida por Conan en una gruta, cuando huía de la persecución de unos lobos, en La cosa de la cripta. El que ella, la Espada, absorbiese la energía vital (fuerza vital) de quien la empuñaba, estaba relacionado con su inicial nombre: Fuerza. Cambié el nombre, pero no la escena, que me gustaba y gusta.

Ésta es mi visión de tu novela, aunque es sólo desde mi condición de lectora, ya que no estoy cualificada para hacer una crítica literaria. Te agradezco que tuvieras la gentileza de enviarme tu novela. Ojalá todo te salga como esperas y se cumpla tu sueño.

Muchas gracias, Mila, ha sido un placer y espero que estemos en contacto.

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